Nuestra vinculación con el mundo animal es evidente. A pesar
de un abandono paulatino durante el pasado siglo XX, estamos
asistiendo a un reencuentro necesario con nuestros más remotos
vínculos. Los animales han sido desde tiempos antiguos el
símbolo y epifanía de las diferentes divinidades, de nuestros
miedos y de nuestros deseos. Bestias terrestres, seres híbridos,
animales fantásticos han encarnado la ambivalencia entre el
bien y el mal, lo positivo y lo negativo, el oscuro mundo subterráneo
y la luz. Los bestiarios medievales sobrevivieron incluso
a periodos menos supersticiosos gracias a leyendas y diversos
relatos fantásticos de los pocos viajeros que lograron llegar de
tierras remotas. Tendremos que esperar hasta el siglo XIX y su
cientificismo para poder explicar la presencia de animales de los
que hasta entonces sólo se había oído hablar a través de leyendas
y cuentos. La necesidad de mostrar los nuevos especímenes
llevó al desarrollo de técnicas de conservación, como el
secado de plantas por prensado, en el caso de los herbarios, y
la utilización de productos químicos en los que los animales capturados
podían conservarse indefinidamente; pero la técnica
que más calado tuvo entre el público que visitaba los primeros
museos de historia natural fue la taxidermia, que como método
de preservación en el tiempo de animales muertos tiene una
doble lectura: por un lado, la paralización del tiempo que va
degradando a todos los seres vivos, y por lo tanto, de la muerte,
y por otro, la simbología que acompaña a esta actividad. El
embalsamamiento tiene una estrecha relación con la fotografía,
que, del mismo modo, embalsama el tiempo, la vida, en un instante
para siempre. El intento de ofrecer un atisbo de vida en la
muerte, congelando poses o gestos, vincula íntima y necesariamente
la taxidermia con la fotografía. Al fin y al cabo, vanitas.
(Fragmentos de texto) L.C. |