En la era de la imagen digital, Gilbert Garcin desarrolla pequeñas
puestas en escena en las que debuta como sujeto y objeto
de sus propias imágenes. Mediante el uso de una estructura
mínima (cola, tijeras y algunos materiales pobres) Garcin multiplica
los guiños, desvía las referencias, podríamos decir que se
divierte. Sin embargo ese desvío que efectúa es un continuo
retorno a sí mismo. Disfrazándose en un personaje omnipresente,
inventándose inverosímiles aventuras en decorados
imposibles, el incorregible buen hombre esboza una sonrisa
serena y desafiante. La fotografía se convierte en “la imagen de
aquello de lo que soy el héroe” y señala los episodios de una
ilusión cómica multiplicada y renovada. Así, nos ofrece su autorretrato
en forma de simulacros y ratifica la vieja idea de Breton
según la cual no hay nada más surrealista que la propia realidad
fotografiada. Todas las imágenes están marcadas por un humor
ambivalente, que está entre lo gracioso y lo patético, lo divertido
y lo angustioso, lo cotidiano y lo absurdo. Por tanto, hay una
moral implícita en esas fotografías. Si bien las situaciones figuradas
son irreales, son también representativas de nuestra condición
humana... Pero esa moral no tiende a ordenar un código
de conducta, sólo busca despertar la inteligencia de… ¿de qué
exactamente? ¿De la vida o de la fotografía?
Es al espectador a quien le toca decidir.
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